COMO ENCONTRAR LA RAÍZ
Todo es culpa del perro. O bueno, para ser justos, de la decisión de tener un perro adoptado.
Mi hijo y
yo habíamos llevado una vida sin lograr establecer raíces en ninguna parte. La
vida había transcurrido entre trasteos y circunstancias que inevitablemente
llevaban a un cambio de casa, de ciudad, de trabajo. En nosotros era evidente
esa frase empresarial que indica que la única constante es el cambio.
Hasta que
llegó el perro.
El perro
llegó en una mañana soleada de domingo, con un compromiso firmado de darle un
hogar para toda su vida. Era una cosita negra, de ojitos tristes, muerto de
hambre y con todas las enfermedades posibles para un cachorro de tan corta
vida. Tenía sarna, tos de perro, estaba lleno de parásitos y en fin… necesitaba
una cita urgente con el veterinario. Le adaptamos el baño de atrás del
apartamento, pero pronto se acostumbró a dormir con mi hijo. Y pronto todo el
espacioso apartamento en que vivíamos empezó a oler a perro, se convirtió en
una zona de guerra entre los gatos y el cachorro invasor y hubo que levantar un
muro divisorio para tener algo de paz en la casa.
Dada la gravedad
de la sarna que tenía el perro, encontrar una fórmula para sanarlo pasó por
visitar muchos veterinarios y evitar la salida al parque para no contagiar a
los perros de los vecinos.
Así las
cosas, el perro nunca pudo ser entrenado para hacer sus necesidades fuera.
Además, el cachorrito que fue elegido porque supuestamente iba a ser de raza
pequeña de convirtió en un perro inquieto de talla mediana, nervioso y activo
que parecía un demonio de Tasmania. A su paso dejó varios cojines destruidos,
tierra de las únicas plantas en todos los rincones de apartamento y el riesgo
siempre presente de que se comiera un vidrio del taller de mosaico de mi hijo.
Como todos
los cambios de vida, éste empezó como algo sencillo. La búsqueda de una casa
con patio, con espacio suficiente para el perro y con un piso fácil de lavar en
caso de accidente.
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